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Copyright(C): Parroquia S.Juan y S.Andrés de Coin ( Málaga ) Fecha de inicio página el 15 de Febrero del 2009
Reflexión para Confesar

Reflexión y Examen de conciencia para una Confesión

 

Uno de los capítulos de ofensas más importantes que requieren todo un proceso de perdón son las ofensas que se cometen con la lengua. Ya el apóstol Santiago lo subraya.

Cada año perecen arrasadas en nuestro país miles y miles de hectáreas de bosque. Esos bosques estaban poblados de vida, de multicolores especies de plantas y flores, de una fauna riquísima de aves, ciervos, ardillas... En un solo momento todo eso puede quedar arrasado para convertirse en un desierto de muerte y desolación.

Mucha más vida queda arrasada por los pecados de la lengua. A veces basta una sola palabra o un ligero deje irónico, para destruir amistades que se han ido consolidando durante años, como en un momento puede arder un olmo centenario.

Debemos poner un gran esfuerza en controlar las palabras que salen de nuestra boca. “A tus palabras pon balanza y peso, a tu boca pon puerta y cerrojo” (Eclo 28, 25). Todas las mañanas tendríamos que hacer un propósito firme de evitar este tipo de ligerezas durante el día.

Podría ayudarnos esta bonita oración del libro del Eclesiástico: “¿Quién pondrá guardia a mi boca y a mis labios un sello de prudencia para que no venga a caer por su culpa y que lengua no me pierda? ¡Oh Señor, Padre y dueño de mi vida! ¡No me abandones al capricho de mis labios! (Eclo 22, 27-23,1).

No es nada fácil esta tarea de domar la lengua como nos decía Santiago.

También es verdad que la Biblia no tiene sólo una actitud negativa hacia las palabras. Es verdad que pueden dar muerte, pero también dan vida. Cada día lo experimentamos. Hay palabras que nos inspiran, nos alientan, nos dan ganas de ser mejores. Hay personas que tienen ese tipo de palabras. Jesús tuvo palabras de vida eterna. Él se presentó como Palabra del Padre, alimento y pan vivo. Después de dos mil años sus palabras siguen dando vida a los que las escuchan. Pero también hay que reconocer que hay muchas palabras de muerte que en un determinado momento nos causaron un mal irreparable.

¿Cómo son mis palabras? ¿Dan vida o dan muerte? Podría quizás preguntar a los que me rodean y emprender una tarea de vigilancia sobre mi manera de hablar. Aunque, si quiero evitar las palabras de muerte, tendré que buscar el remedio a un nivel más profundo, corrigiendo las actitudes interiores, que son las que después generan críticas y murmuraciones.

“Así como cuando a alguno le huele mal la boca, señal es de que tiene allá dentro dañado el hígado, el estómago, así también cuando habla malas palabras, es señal de la enfermedad que hay allí dentro, en el corazón”.

El mal aliento no se corrige sólo lavándose los dientes. Hay que llegar a las causas más profundas que lo originan. De nada nos servirá el hacer propósitos de no criticar, si no vamos cambiando las actitudes y sentimientos negativos que constituyen el origen de nuestras críticas.

Un primer paso debe ser reconocer que nos gustan los chismes. Éste es uno de los vicios más frecuentes, pero un vicio que casi nadie suele reconocer. Repetimos: “No es que a mí me gusten los chismes, pero...” Deberíamos ser sinceros y decir: “Me encantan los chismes. Me encanta curiosear los trapitos sucios de los demás”. Sólo desde ese primer arranque de sinceridad será posible iniciar una cura.

El segundo paso es analizar cuáles son las actitudes y sentimientos negativos que están en la base de nuestras críticas más frecuentes.

La actitud común es la ligereza y superficialidad de los que hablan sencillamente demasiado y no miden el alcance de sus palabras.

Reconociendo la trascendencia de las palabras, habrá que evitar el hablar por hablar. Nos avisa el libro de los Proverbios que “en las muchas palabras no faltará pecado” (Prov 10,19). La ociosidad es la madre de todos los vicios, y por supuesto también la ocasión de la mayoría de los chismes.

Escucha a los que hablan mucho y llega a sensibilizarte de lo desagradable que es ese continuo parloteo. Comprende que “ese que habla tanto está completamente hueco. Ya sabes que el cántaro vacío es el que más suena”, nos dice también Tagore. Y un proverbio árabe nos advierte: “Abre la boca sólo si estás seguro de que lo que vas a decir es más hermoso que el silencio”.

Aprende a escuchar. La naturaleza nos ha dado dos oídos y una sola boca, como para insinuar que es de mucha más importancia para el hombre escuchar que el hablar.

San Vicente decía que deberíamos tener tanta dificultad en abrir la boca para hablar como en abrir la cartera para pagar.

Otra actitud que nos lleva frecuentemente a la crítica es nuestra vanidad. Nos gusta pasar por personas enteradas de lo que sucede a nuestro alrededor. Para muchos no hay nada que iguale al placer de correr llevando una mala noticia... Parece como si fuera un ascua encendida que uno siente urgencia de soltar de la mano cuanto antes. Nos avisa el Eclesiástico: “¿Has oído algo? Quede muerto en ti. ¡Ánimo, no reventarás!.

Desgraciadamente muchos y muchas revientan si se quedan callados.

A la vanidad tonta de darnos por enteradillos se junta la vanidad de dárnoslas de ingeniosos, y normalmente ingeniosos para el mal, en contra de lo que nos dice el apóstol, de que seamos ingeniosos para el bien y tontorrones para el mal....

Nos encanta hacer análisis psicológicos de las personas. Que si fulano es no sé qué y no sé cuanto... Que si sufre de esto o de lo otro...

Juzgamos a la ligera conductas ajenas que merecerían mucho más respeto por nuestra parte... Este tipo de murmuradores aunque sean centro de atención y de corrillos en los pueblos, en el fondo son detestados por todos.

Decía Diderot que ese que habla mal de los demás delante de ti, hablará luego mal de ti delante de los demás...

Pero la principal causa de nuestras murmuraciones es la envidia.

No soportamos a las personas que descuellan, que nos acomplejan con sus cualidades y nos hacen entrar por los ojos todo aquello que nos gustaría ser y no somos. La envidia no es solamente desear tener lo que el otro tiene; es algo mucho más sutil. Es desear que el otro no lo tenga. Se define como “tristeza del bien ajeno”.

Esta tristeza del bien ajeno nos lleva a intentar arruinarlo, minar el terreno bajo los pies con comentarios, insinuaciones... Deberíamos ser más lúcidos a la hora de detectar nuestras envidias, porque este es otro de los defectos que más nos cuesta reconocer...

Y en muchas ocasiones el origen de nuestras murmuraciones es nuestra propia amargura interior. Las personas amargadas llevan continuamente puestas las gafas negras y encuentran defecto en todo. Nunca les parece nada bien. Siempre se están quejando y haciendo comentarios desagradables. Proyectan sobre los demás su propia negatividad. Y quizás presumen de tener un sentido crítico.

En el fondo no vemos las cosas como son, sino como somos nosotros. Ya Shakespeare descubrió que “la belleza está en los ojos del que contempla”. Para descubrir la belleza de fuera hay que descubrir previamente la belleza de dentro.

Los de mirada cargada de rencor, de tristeza y negativismo, esparcen a su alrededor una sombra que empaña el resplandor natural de todo lo creado. Todo lo ven negro, porque proyectan sobre todo su propia negrura.

Podemos crear, a veces, con nuestras palabras un clima irrespirable. Nuestra incomprensión, nuestras interpretaciones torcidas, nuestra mirada maliciosa, pueden hacer más difícil la esperanza y la alegría entre nosotros. hemos de recordar la advertencia de Pablo: “Todo es limpio para los limpios, en cambio los sucios todo lo ven sucio”...

 

Termino con una anécdota de San Felipe de Neri

“A una mujer que se confesaba frecuentemente de hablar mal de los demás, san Felipe de Neri le preguntó:

Te sucede con frecuencia hablar mal del prójimo?

Muy a menudo, Padre –responde la penitente.

Hija, creo que no te das cuenta de lo que haces. Es necesario que hagas penitencia. He aquí lo que harás: mata una gallina y tráemela enseguida, desplumándola por el camino desde tu casa hasta aquí.

La mujer obedeció, y se presentó al santo con la gallina desplumada.

Ahora –le dijo Felipe-, regresa por el mismo camino que viniste y recoge una por una las plumas de la gallina...

Pero eso es imposible, padre –rebatió la mujer-, con el viento que hace hoy no podré encontrar más que unas pocas.

También yo lo sé –concluyó el santo- pero he querido hacerte comprender que si no puedes recoger las plumas de una gallina, desparramadas por el viento, tampoco puedes recoger todas las calumnias levantadas y dichas de mucha gente y en perjuicio de tu prójimo.

 Examen de conciencia

 ¿Cómo son mis palabras? ¿Dan muerte o generan vida? ¿Qué actitudes y comportamientos míos crean amargura y deterioran la vida de las personas de mi entorno? ¿Tiendo a situarme ante los demás como juez o como hermano comprensivo? ¿En mis juicios con respecto a los demás soy duro o comprensivo? ¿Procuro fijarme en la viga que tengo atravesada en mi ojo para comprender al que tiene atravesada una paja? ¿Con mis juicios temerarios, proyecto sobre los demás mis propios egoísmos, envidias, defectos y ambiciones? ¿Procuro que mis palabras sean una siembra de bondad, comprensión, reconciliación? ¿Tal vez inconsciente o conscientemente, vulnero a alguien con los dardos de mis palabras, gestos o actitudes que desacreditan, desalientan o perjudican? ¿Qué comportamientos, actitudes, hábitos míos constituyen escándalo para los demás? ¿Qué compromisos debería asumir de las llamadas que el Señor me hace hoy?

 

Peticiones de perdón

Perdona, Señor nuestros egoísmos y danos un corazón nuevo.

Perdona, Señor, nuestra insolidaridad y haznos crecer en el amor.

Perdona, Señor, nuestras violencias y llénanos de tu paz

Perdona, Señor, nuestra ceguera y danos tu fe.

Perdona, Señor, nuestros desánimos y haznos crecer en esperanza.

Perdona, señor, todos nuestros pecados y haznos resucitar a una vida nueva.

Perdona, Señor, los pecados del mundo, que progrese por los caminos del bien.

Oración de acción de gracias:

Gracias, Señor. Gracias, por darnos una nueva oportunidad. Gracias, por este perdón que nos renueva. Gracias, por ser nuestro Padre. Ayúdanos a dar nuevas oportunidades a los demás, ayúdanos a perdonar a los que nos ofenden, ayúdanos a tratar siempre a los demás como hermanos. Te lo pedimos con alegría y humildad, Padre.

 
¿Contarle mis pecados a un sacerdote?
El sacerdote está haciendo un servicio, que es actuar en nombre de Cristo
 
¿Contarle mis pecados a un sacerdote?
¿Contarle mis pecados a un sacerdote?
Cristo, durante su vida pública hizo muchos actos públicos de perdón de los pecados y en ninguno aparece que pidiera la lista de pecados del pecador. ¿Por qué no confesarnos directamente con Dios?

No hay que olvidar que la Sagrada Escritura es sólo uno de los caminos por los que llegamos a la Revelación de Cristo. El otro es la Tradición de la Iglesia, es decir, lo que aprendió la Iglesia a partir del testimonio directo de los apóstoles que vivieron junto a Jesús. De hecho, el Nuevo Testamento lo escriben los mismos apóstoles y discípulos que o bien vivieron junto a Jesús, como es el caso de Mateo y de Juan, o bien escucharon el testimonio de aquellos Apóstoles que vivieron en la intimidad con Él, como es el caso de Lucas y Marcos, por ejemplo. Y la Tradición ha sido siempre muy fiel a las enseñanzas de Jesucristo, fiel hasta dar la vida con tal de no modificar sus enseñanzas.

La primera Iglesia vivía una forma de confesión en la que se decían los pecados en privado al Obispo de la comunidad y luego se recibía la penitencia. En esto veía la Iglesia una forma de ser fiel a la dinámica de la Encarnación, que buscaba siempre la salvación del hombre a través de la naturaleza humana y al mismo tiempo respondía a una constante del corazón humano, que es la necesidad se saberse objetivamente perdonado, de escuchar "te perdono".

No se trata de confiar en el perdón, sino de tener la certeza de que Dios está actuando a través de medios humanos, según Él ha querido actuar siempre, desde su encarnación (Cf Mateo 18,18; Juan 20,23; Mateo 28,18-29). El sacerdote no está ahí por morbo, sino como conducto humano entre Dios y el hombre. Él olvida todo y no puede hacer uso de lo que tú le dices pues le obliga el secreto sacerdotal, que por gracia de Dios, nunca ha sido violado por ningún sacerdote en toda la historia de la Iglesia.

El sacerdote está haciendo un servicio, que es actuar en nombre de Cristo. Jesús podía conocer directamente al alma e incluso no hacía falta que hiciese público que perdonaba los pecados. Bastaba con su deseo y ya estaba. Que Él quisiera decir en público que los perdonaba era otra cosa, pero hoy no puede hacerlo. Necesita servirse de la Iglesia, que no tiene el poder de conocer el alma del pecador de modo intuitivo. Por eso escucha el pecado y da el perdón. Es una simple tarea de intermediario.


¿Cómo lo hacían en otras épocas en que no existía esta forma de confesión?

En todas las épocas de la vida de la Iglesia ha habido siempre una confesión individual. Hay muchos libros publicados por autores que se han dedicado a estudiarlo a fondo sobre documentos históricos y todos recogen siempre alguna forma de confesión individual. Es cierto que la forma de confesar los pecados que ahora vivimos fue instituida por los monjes irlandeses, pero antes, cuando se imponía públicamente la penitencia y se absolvía en público al penitente después de cumplirla, siempre la imposición de la penitencia estaba precedida de una exposición rigurosa de los pecados al obispo, cosa que se hacía en particular. También, muchas veces, la imposición de la penitencia solía hacerse en particular, excepto cuando se trataba de pecados públicos.


¿Se puede exigir al hombre de hoy esta única forma de confesión?

Sí. El hombre es una unidad psicosomática, es decir, compuesto de cuerpo y alma. Es claro que el perdón de los pecados es algo que se refiere al alma, pero también es claro que el ser humano necesita escuchar ese "te perdono" que da tanta tranquilidad. Seguramente, tú has tenido dificultades en tu trato con alguna persona a la que aprecias mucho. Siempre pasa en las relaciones humanas. ¿No es verdad que cuando quieres "arreglar las cosas" necesitas escuchar que la otra persona te perdona"? Si no, no te quedas tranquilo.


¿Debemos de dar tantas vueltas al tema, cuando creemos de verdad en la misericordia y el perdón de Dios?

No, si se las damos es porque nos cuesta aceptar que con un acto simple como exponer nuestros pecados y recibir la absolución de un sacerdote se nos perdone algo tan grave como es una ofensa a Dios. O también se las damos porque nuestra naturaleza herida por el pecado no quiere humillarse delante del confesor y prefiere arreglarse de otra forma.


¿No es mucho más importante el arrepentimiento sincero que el cumplimiento de una norma de la Iglesia?

Efectivamente, tanto que sin él no hay perdón de los pecados porque es la condición para alcanzarlo. Pero una cosa no quita la otra. El arrepentimiento, si es sincero, se expresa aceptando humildemente las normas de la Iglesia que no son inventadas, sino basadas en la Tradición de la Iglesia.

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